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Foto del escritorCarlos Irasola

¿Soñar No Cuesta Nada?

Nuestro presidente Alberto Fernández, ha dicho varias veces que la pandemia puso en evidencia nuestras enormes diferencias y desigualdades sociales.

O sea, las cosas ya estaban, el bicho las mostró con mayor crudeza.

Esta constatación nos obliga a soñar un país sin esas diferencias y desigualdades. ¿Cómo sería? ¿cómo se haría? ¿es acaso posible?.

La marcha de la pandemia va dejando tal vez, algunas señales. Hoy 18 provincias no están ya en cuarentena, y si uno mira el mapa del país, podríamos decir que casi no existe un problema que no se circunscriba al conglomerado urbano de la gran ciudad de Buenos Aires y su entorno. Y dentro de esta, el efecto más temible en las villas y barrios populares.

El bicho se ensaña con la pobreza.. Pega donde es fácil pegar.

Es más, cabría decir que la verdadera catástrofe no es el virus, sino la pobreza y la distribución poblacional.

En los años 60 teníamos el 40 % de población rural, hoy el 7 %.

O sea, el 93 % de la población vive en las ciudades, el 80 % en la gran ciudad. Por eso el 85 % de los casos y de los muertos son allí. Pegando sobre todo en las villas, que también crecieron exponencialmente.

¿Qué pasó en esos 60 años?. A principios de los 60 , la “revolución verde” venía para “resolver el problema del hambre”. No resolvió el hambre, al revés la agravó. Más de 1000 millones de pobres en el mundo lo están gritando. Significó un “ahorro” de mano de obra, con incorporación de tecnología y un aporte enorme de tóxicos al ambiente. Luego vinieron los transgénicos, “para mitigar el uso de contaminantes”, pero los quintuplicó, para ahorrar una vez más mano de obra (mas tecnología, menos labranza, nada de sacar malezas). Toda esa gente sobrante se fue a buscar oportunidades en las ciudades. Hoy el cultivo estrella, la soja, casi no necesita mano de obra permanente, tan sólo temporaria y escasa. Como además ocurrieron épocas de rentas excepcionales, el cultivo se expandió sobre zonas sin tradición agrícola, afectando el monte, el hábitat de muchos campesinos y comunidades indígenas, que también migraron.

Entonces, quizá el sueño debería comenzar con revertir esto, dar vuelta la taba, para que caiga con la suerte para arriba.

Repensar el agro y la ciudad. En algún aspecto ir para atrás para avanzar, pero nutriendo eso de las nuevas tecnologías, y de todas las capacidades. Poner la investigación y la ciencia al servicio de ese desafío, las universidades a formar profesionales que piensen con el pueblo. un país para el pueblo.

Pensar la producción con horizonte agroecológico, demandará mucha mano de obra, y aportará también comida saludable, y una recuperación de la vida en su conjunto. El procesamiento en el territorio distribuirá industrias alimenticias, la energía que se produzca se repartirá diferente, y la demanda energética será menor. Se hará indispensable recrear el sistema financiero, el estado planificará y el cooperativismo tendrá mucho que decir en ese escenario, en el que la propiedad privada ya no será sagrada.

Creo que soñar nos cuesta más de lo que creemos, tal vez porque eso que llamamos sentido común nos acorrala, peor que la cuarentena.

¿Hemos perdido como sociedad las utopías.? Si es así. es hora de recuperarlas.

Solo necesitamos pensarnos las personas, desde nuevas subjetividades hacia un horizonte de sociedad diferente donde confluyamos de manera diversa y creativa, conscientes de nuestra condición de seres gregarios y amorosos.

Esto no se hará de un día para otro, pero podría empezarse hoy. Por otro lado la dimensión del tiempo deberíamos interpelarla. Cita hoy Darío Sztajansrajber, (página 12 , 8 de junio) a Giorgio Agamben, “Cualquier revolución tiene que empezar por una revolución en nuestra concepción del tiempo”.

Soñar no cuesta nada.

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