Seguir la huella pocas veces le ha resultado tan fácil. Es fresca, le falta una herradura de la pata trasera izquierda. “del lao e montar”, piensa.
Lo va a alcanzar, está seguro, tiene adentro un dolor y una esperanza. Encontrarlo para calmar ese dolor, para que duela un poco menos.
El alazán va al paso nomás, con el cogote estirado hacia adelante, y apenas un cabeceo somnoliento.
Cada tanto infla un poco los ollares, y un momento después expulsa el aire con un resoplido.
Por debajo las piedras arden bajo un sol de fuego.
Antes anduvo el viento volando todo, desmenuzando las piedras, transformándolas en esa arenilla que levanta vuelo, que se cuela implacable por todos lados, que duele en los ojos y zumba en el oído. Pero ahora no, frenó. Hay sol y silencio. Todo quema en cambio.
La cola del caballo, se agita hacia un lado y otro, y cada tanto castiga por los cuartos, para alejar alguna mosca, empeñada en instalarse en sus verijas.
Después de matarlo, tomaron agua los dos, hombre y caballo en la aguada al lado de la casa, hasta sombrearon un rato debajo del sauce. Salieron después al tranco, sin apuro. Alpargata “suela e yute”, gastada la suela…
Un pedazo de estopa asoma de los bastos. Un cojinillo negro ablanda el andar duro del viejo alazán. Las riendas hace mucho que no reciben la caricia ablandadora de la grasa. Agrietadas, como la mano izquierda del paisano que apenas las sostienen, dejándolas que caigan blandamente a uno y otro lado del cuello del animal.
De la muñeca derecha, cuelga un viejo rebenque. Cada tanto cobra algo de vida en un revoleo cansino, del cual el caballo parece ni enterarse.
Un sombrero de cuero gastado protege en parte al hombre del solazo, aunque la transpiración recorre abundante los surcos de su cara. Parecen tajamares los surcos, detienen el curso del agua, lo acumulan un rato, la sueltan luego para que se siga deslizando hombre abajo…
De un cigarrillo que ha armado con papel y tabaco, se desprende ahora, el humo que se trepa, oscuro desde los labios del jinete.
No hay viento, nada.
Un remolino en cambio se agita en espiral, elevando el polvo reseco hacia la altura, vertical, penetrando el cielo.
Pero eso ocurre en la pampa, antes del cerro. Acá cerca, es silencio, quietud y olor a monte.
¿para qué querrá el turco tanto campo?... No debí matarlo piensa, pero bueno ya está, se dice para adentro, mientras palpa en el bolsillo de su bombacha un manojo arrugado de billetes. El adelanto.
Seguro es conocido el hombre, sino el Segundo no se habría quedado así tranquilo, como se quedó. ¿ Porqué? ¿Porqué?. Y la pregunta sigue preguntando, como si rebotara en la ladera pedregosa del cerro, como si el eco fuera y volviera sin descanso, hablándose a sí mismo para siempre.
¿Habrá de ser tan malo el tabaco que le deja así de seca la garganta?. Las lagartijas, único ser que habita la soledad callada, se escabullen veloces entre las patas del caballo. Hace un rato mató un hombre. Nunca había matado, robado sí, alambrado campo ajeno por encargo del turco, sí. Está brava la calor piensa, como para olvidarse. Pero se acuerda. Milagro por acá, le había gritado el Segundo, saliendo del rancho, atrás de su galgo que toreaba. A tiempo va llegando había agregado, hay un churrasco listo, abájese, deje a la sombra el alazán, amigo.
Las huellas van rumbeando hacia el pueblo, ese caserío descascarado por el viento, resecas las paredes, los pocos árboles, manchas verdes, torcidas hacia el este, obedeciendo al viento dominante. Hacia allí van, pero todavía falta. Froilán las persigue.
Ya otras veces hubo encargos del turco al Domingo, recuerda Ignacio. Como aquella vez que lo culpamos al Valentín del robo de capones en la estancia, y lo mandamos preso, para que alambre mientras tanto. Y el robo lo hicimos nosotros, con Domingo!!.
- Ya sabés Domingo, no quiero cabos sueltos.
Y las ojeras en la cara del turco se trepan a los ojos, que están oscurecidos, como de sombra, pero miran como cuchillos quietos que se clavan en los ojos de Domingo.
- Cómo usté diga patrón.
- Matalo, pero primero asegúrate que haya cumplido el encargo.
Pero los capones los carneó y los vendió él, y a mí solamente me tiró un puñado de billetes. Así será nomás la vida del pobre….
No estoy tan pobre ahora, para unos tragos tengo y vendrán bien. Después, cuando cobre lo que falta, tendré alpargatas nuevas, vi en la tienda de la mujer del turco, también bombachas batarazas, una camisa roja… un pañuelo…
Un poco se lo buscó el Segundo, por no querer transar. ¿para qué querrá el turco tanto campo?
Sin que él sepa por qué le vuelve lo ocurrido, pero como si fuera algo que le pasa a otro. Está él, bajando del caballo ante el convite de Segundo, con ese dolor entre los ojos, por culpa del solazo. Su alpargata. La ve ahora pateando una piedrita, que rueda cuesta abajo. Después su mano, sudada, tanteando el cabo del cuchillo, debajo de la faja,
El sol está bajando, en un par de horas se meterá detrás del Anecón. No está muy lejos, y va al tranco. Acá bajó, para abrir la tranquera, alpargata “suela e yute”…. ¿porqué?
Se ve a él mismo estirando la mano, blanda, hacia la mano de Segundo, que sonríe. Le vuelve lo ocurrido, ve entonces sus propios ojos que sin que él sepa porqué se clavan en el suelo.
Vamos, un galope, doradillo, sé que hace calor, pero hace falta.
Se da vuelta Segundo, siguiendo la dirección del dedo, la misma que enseguida será el camino del cuchillo ¿cómo que los castrones están atrás del cerro? Si están en el corral, ¿qué estás diciendo?. Se ve que no entiende, no comprende tampoco ese dolor en la espalda. Se da vuelta y los ojos se le van poniendo tristes, antes de caer allí, entre la sangre. ¿para qué querrá el turco tanto campo?
¿porqué? ¿porqué? … ya estamos cerca doradillo.
Un poco se lo buscó el segundo, si hubiera transado con el turco….
- ¿Como fue Domingo?
- Fue así patrón, lo esperé a Ignacio en el boliche seguro que allí iría a caer. Pero no, patrón, llegó Froilán, el hermano de Segundo. Tenía sangre en la ropa. Dijo que había carneado. Pidió ginebra, la tomó de un trago. Raro, no es hombre de tomar… Estaba como perdido Preguntaba ¿porqué? ¿porqué? ¿porqué?
- ¿Y que hiciste?
- Me gané afuera y lo esperé patrón. Estaba borracho cuando salió y ya era de noche. Fue fácil. Como usted dijo, no había que dejar cabos sueltos. Va a parecer un accidente.
Otra vez esas ojeras trepadas a los ojos. No le gusta a Domingo esa mirada, que por suerte se desvía ahora buscando algo en el cajón del escritorio.
- Tenés razón, Domingo, no hay que dejar cabos sueltos, ha dicho el turco, un segundo antes de apretar dos veces el gatillo.
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