Habrá que engrasar de nuevo el ruleman del molino. Está ruidoso.
Acá crece el trigo. Pero el viento es, algunos dÃas el dueño de la pampa, y el agua proviene de las profundidades de la tierra.
No de un rÃo, como allá.
Allà va, con su hermana Dolores, navegando sobre los troncos atados con sogas, en los meandros que el agua construye. Se atasca en la costa, entonces él, que tiene 11 años empuja con una madera que simula un remo, lo apoya en la costa, se afirma, y la improvisada balsa se mueve y retoma el cauce.
- Entréguele la carga a Manuel, le ha dicho su padre. Le dará un recibo, fÃjese que quede anotado todos los troncos que lleva.
El rÃo transcurre, con aves y rumor, es un suave camino de agua, bordeado de sauces y naranjos. A medida que avanza se adivina el destino, el olor se va haciendo salado.
- Después acompañe a su hermana, lleve la canasta y los quesillos, en la plaza del pueblo su hermana los va a vender, ella sabe.
Hace mucho ruido ese ruleman, habrá que engrasarlo con más cuidado, el viento lo castiga. Abajo bombea bien, el chorro de agua se vuelca en el tanque australiano, el bebedero regula con flotantes, para que consuma la vaca y su ternero. El caño conduce el agua a la huerta. Se ve distinto de arriba, se ve lejos. Allá los álamos de la casa de Prudencio.
Tal vez si miro al este.
El rÃo imprime ahora otro ritmo, como si la cercanÃa lo llamara. Ya se presiente, pero no se ve. A caballito de los troncos, aferrados a las sogas, van.
Aparece de pronto, a la vuelta de un recodo. Es casi violento, pero abraza al rÃo. Hilito de agua que penetra la sal con su pequeña dulzura, matriz enorme que cobija. Sus ojos son tan grandes pero igual no pueden. Es la primera vez que lo ve. Dolores, en cambio, ordena los quesillos que se movieron en el rápido.
Un tarro de grasa, la del carro, la próxima vez. Capaz lo saco, lo bajo, lo reparo, lo engraso, lo vuelvo a colocar. También el ala, está torcida, quedo abierto con el ventarrón del otro dÃa. Viene oscuro del este. Lluvia como peste. La saco, la caliento en la fragua, la masa, la bigornia.
Un muelle, al que los troncos se dirigen solos, lento ahora el transcurrir, como si el rió demorara el encuentro.
Después, antes de vender los quesillos, sus pies en la arena. El ruido. Las olas, una tras otra, derramadas. Ese color verde, gris, azul, blanco de espuma. Después sus pies en el agua, una y otra vez, lamidos por la sal. Creyó que habÃa entrado en él, pero fue al revés.
- Después de vender los quesos, lo ven a José, Dolores sabe. El les va a prestar dos caballos. Para volver sigan nomás la costa del rÃo.
Ya no hay excusa entonces, solo sube al molino para verlo. Sabe que está al Este, porque cuando mira, la sal le sale por los ojos.