El joven llega montado en su caballo. Sobre el recado, lleva lazo trenzado y boleadoras.
Antes bajó el cerro mocho, y contempló el Corona, oscuro, al fondo. Entre ambos la pampa que sería amarilla de coirones si fuera verano, pero es color ceniza, ahora, igual que el cielo.
La helada se sostuvo durante todo el día, durante varios días. Viene de recorrer las chivas, volviendo a casa.
En el camino se entretuvo persiguiendo un avestruz. Endiablado animal que se escabulló haciendo fintas a derecha e izquierda entre los arbustos del monte.
Su intento de bolearlo, no tuvo resultado. Las boleadoras, impotentes, quedaron girando sobre una rama de molle. Al momento de recuperarlas, una espina le clavó el dedo y goteó su sangre caliente sobre el hielo.
Sangre que bullía, que aún sigue bullendo con la corrida, que urge por dentro, que se cruza con la helada y sólo produce en él la constatación de sus latidos, la presencia húmeda del sudor bajo la ropa de lana. Le gusta ese contraste entre su propio calor y el viento frío en la cara.
Es en ese momento en el que adivina su mirada, un segundo antes de que se produzca el breve encuentro entre sus ojos y los ojos de ella, que lo miran desde la ventana.
Se apea y sigue con el caballo de tiro hasta su casa. No puede evitar pensar que ella está sola, sus padres están ayudando a los suyos en la faena de un potro.
Va al galponcito, cuelga de un clavo el freno, el rebenque, el lazo, las bolas.
Desensilla después y en un caballete pone los restantes aperos. Le da un poco de alfalfa. Al pasar la rasqueta sobre el pelo, piensa que lo está peinando, pero que es también como una caricia.. Así parece entenderlo el caballo, que da vuelta su cabeza, y otra vez hay ojos que brillan y se encuentran.. Un relincho quiere ser palabra, y el joven continúa el diálogo, con dos breves golpes sobre el cuello. Antes de irse tiene tiempo para tirar varios puñados de maíz a las gallinas, que agradecen con su particular modo de conversar.
Cuando llega a su casa, el potro carneado ya no brilla. En sus ojos se ha instalado definitivamente la muerte. Yace en el suelo, mientras su padre empieza a cuerearlo y su madre todavía junta en un balde, la sangre que sigue manando.
En la mesa de madera, bajo el tinglado, todo se prepara para el trabajo, los cuchillos, las piedras de afilar, la chaira, fuentones con agua para lavar, que luego servirán para acopiar los cortes antes del reparto entre familias.
Una leve pero apreciable excitación recorre a las personas.
- Ha llegao tarde mocito, dice su padre, y lo mira, salpicada de sangre su cara y su camisa, y con sus ojos inyectados. Vaya, suelte el zaino, dele comida, ordene sus cosas, dele “mais” a las gallinas.. después, cuando se desocupe venga.
Como el trabajo encomendado ya fue hecho, sus pasos, solos, van hacia la casa vecina.
Ahí está ella, todavía en la ventana. El frío oscurece el brillo de los vidrios, pero no el de los ojos.
Ella actúa ahora. Sin dejar de mirarlo, lentamente se desnuda.
El camina, pre sintiendo.
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