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Foto del escritorCarlos Irasola

Los Ojos de Arena

La arena vuela con el viento esa tarde de enero.

Mientras el viento siga del oeste, al menos permite ponerse al resguardo.

Todo vuela en dirección al mar cercano. Se podría decir que el viento es frenético, o desenfrenado. Sin embargo su principal característica es la persistencia. No da respiro. El espacio y también el tiempo, toman el color del arenal desplazado, en viaje de regreso a sus orígenes de mar. Luego el agua salada recogerá la arena para después lanzarla, nuevamente hasta la costa, trepada en olas que se derraman sobre esa ancha bahía.

Esto ocurrirá simplemente hasta que cambie el viento. Entonces vendrá del este.

Ese interregno entre viento y viento, ese breve momento suele ser bello, bucólico incluso. Si coincide con la marea baja, cuando se descubre toda la playa húmeda de mar, y uno dispone de un caballo para poder galopar, hundir los cascos en la arena, puede sentir como pocas veces vibrar la vida.

Pero luego volverá a soplar, ahora del este. Lo anuncian los caballos retozando y revolcándose en la tierra, y algunas veces las golondrinas girando en vuelos amplios y circulares. Tal vez ocurra porque luego del ventarrón, algunas veces suele venir la lluvia.

Durará días. Castigará implacable los arbolitos, entrará por todos las hendijas de la casa, irritará los ojos de las personas, enojará los perros.

Alivia la esperanza de la lluvia. El horizonte la anuncia con nubarrones oscuros que sólo algunas veces cumplen su promesa de chaparrón. Vienen a asentar la polvareda, a humedecer la arena, que cuando se hidrata puede felizmente permanecer, hasta que el sol haga su trabajo, evaporando el agua para alimentar el nuevo ciclo que en el algún lugar volverá a ser aguacero.

Suele detenerse el viento después de la lluvia. En ese momento previo al nuevo vendaval, la brisa leve del naciente traerá también los olores. Un leve aroma a pez y sal, que la piel de las personas puede sentir, un tiempo antes de que una vez más se lance, desatado, para devolver la arena al ciclo de la arena. Los médanos, siempre nómades, serán uno de los resultados. Nunca quietos, modifican sistemáticamente el paisaje, cambian de formas, se trasladan.

Allí la vida resiste. En una planta tozuda de tamarisco que alguien plantó, de estaca después de un aguacero, o siendo semilla fue capaz de anidar en la arena salitrosa y movediza. En las matas de olivillo, esparcidas en flor, escasas en la inmensidad del desierto, pero atentas a su propio proceso que ojala las proyecte en semillas, y a estas a un remoto destino de plantita.

Es que la vida, toda la vida, ocurre allí al borde de la muerte. Por eso se vuelve una maravilla.

- Tengo que cambiar de lugar el rancho, dice en ese momento el Francisco mirando por la pequeña ventana que da al este.

- ¿Porqué?

- Mirá… vez esa loma de arena que está en línea recta desde acá a unos quinientos metros?

- Sí.

- Es un médano. Se mueve con el viento, Va y viene, pero sobre todo viene. Se acerca. En poco más o menos de un año va a tapar la casa.

Dice esto como quien dice que quizá llueva. Lo dice y sigue trabajando en una tira de cuero de vaca que está sobando, ablandándola mientras la desliza a través de una piedra hacia uno y otro lado, una tarea que ya viene siendo de horas, con el resultado que se parece cada vez más a una soga, que luego completando la metamorfosis se convertirá probablemente en un bozal.

- Y qué vas a hacer?

- Un bozal.

- No, digo que vas a hacer con respecto al médano, la casa …

- No sé, dice mientras se encoje de hombros.

- Pero hermano, si es así, no será solamente la casa. Está en la línea del molino, del tanque australiano, de la huerta, los tamariscos, los álamos que le hacen de barrera al viento, el corral de las vacas, los bebederos..

Nuevamente la respuesta viene de los hombros, desplazados levemente hacia arriba.

Miro la cocina de fierro, “carelli” número 2. Bufa, aunque sea enero, siempre está prendida. Sobre la pared oscura de humo, un lazo “torcido”, enrollado con 7 u 8 vueltas, cuelga de un clavo, junto a un almanaque del almacén de ramos generales “Fructoso Gonzalez”. Busca mi cabeza, fijación de médanos, algún recuerdo aislado…no sé… La mesa de madera, rectangular, grande domina el espacio. Francisco se dedica ahora a preparar el mate. Agita la yerba en el recipiente, le agrega un poco de agua, espera un buen rato hasta incorporar la bombilla, y finalmente, toma la pava. Todo lo hace despacio, mirando con detenimiento a los objetos. Cuando finalmente me mira a los ojos, su mirada es de arena.

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