Aclaración del autor. En este caso no se deberán buscar semejanzas con la realidad,, por cuanto la historia es absolutamente real. Ocurrió en el invierno de 1984 en Anecón Grande. Culminó en el invierno de 1987. Sólo cabe como salvedad, considerar la inclusión de algunas licencias literarias.
Tal vez en ese momento Nahuel pensó en sus propios pies bailando el loncomeo, levantando el polvo de la tierra, mientras el cultrum marcaba el ritmo de los tiempos que intentaban detenerse en otro tiempo. Tal vez sintió de nuevo el canto paisano de las abuelas abriéndole un surco en su alma reseca. Tal vez. O tal vez no. Tal vez todo fue todavía más simple, cuando simplemente dijo:
- No.
- - ¿no qué?
- - Que no digo. Que de aquí no me voy.
- - Pero escúcheme. Se va a morir de frío. ¿Qué se va a quedar haciendo aquí, en la cueva? ¿No vé, acaso la nieve tapando casi la entrada? ¿ no vé las “velas” de hielo colgando del techo de la cueva? ¿ No vé que su mujer está enferma? … ¿Está loco??!! . Había ido levantando la voz hasta terminar casi gritando el sargento de gendarmería, enterrado hasta las rodillas en la nieve que continuaba cayendo.
- A ella llévela, ordenó Nahuel. Yo me quedo. Aquí me quedo. Tengo que cuidar las chivas.
Nadie pudo saber si tenía chivas para cuidar, o si solo se trataba de cuidar su intimidad, ese modo rebelde de vivir su tristeza. Contrastaba la firmeza de su decisión con su voz que salía apenas, como pidiendo permiso, y esa mansedumbre de sus manos apretando contra el vientre la gorra de orejeras, con cuero de chivo.
- ma, sí, morite, indio loco, si es eso lo que querés, dijo el sargento, que no supo que su cara había pasado del desconcierto al asombro y del asombro a la ironía. cuidar las chivas!! Cuidar las chivas!!!, está loco ese indio, que se joda decía entre enojado y culposo, colgado ahora del vacío, arriba de esa inmensidad blanca, en el helicóptero, mientras prendía un cigarrillo, y se cuidaba muy bien de no tocar las ropas mugrientas de la Juana que a su lado balbuceaba cosas incoherentes.
La Juana. Esta misma Juana que ahora, tres años después mira sin ver y habla para adentro. Que tiene en los labios, como trazada a cuchillo, una sonrisa rígida. Los pelos chuzos caen junto a su cara surcada de arrugas, tan profundas como su silencio. Sus facciones redondeadas, contienen de manera leve las huellas de otra cara. Resulta extraño que sus ojos, que casi nunca miran, de pronto, brillen, rabiosamente vivos en el contexto seco de su cuerpo. Es por esto, entre otras cosas, que dicen que está loca, aquellos que han impuesto sus propios criterios de cordura. Los mismos que la enfermaron.
¿Serán esos destellos recuerdos estallando en imágenes de luz?. ¿ Estará tal vez con Nahuel, abrazando su sueño allá en la cueva? ¿ o habrá furia dentro de ella por las cosas perdidas?. ¿Recordará, quizá, el desalojo violento, esa vez que despojado de todo, Nahuel juró que nunca más haría rancho?.
Si Nahuel no hubiera sido como efectivamente era, de tan pocas palabras, tal vez le habría dicho, algo así: vamos Juana!!! el Anecón Grande nos cuidará …. Como no, si ahora mismo cobija el nido del águila mora, si hasta hace poco fue la guarida del zorro colorado que yo supe “trampear” en el invierno. Hasta allí no nos podrán perseguir los alambradores, Juana. El cerro, pura piedra y misterio, es de la gente. Yo conozco su idioma. El comprende. Y son preferibles los “matuastos” y los zorros a las alimañas de dos patas. No faltarán liebres cerca de la aguada. Yo se muy bien, mi Juana, como hacer un “huachi”, para atraparlas, y luego cocinarlas al rescoldo. Esta casa de piedra nunca podrá ser volteada. Adentro del cerro no llegarán.
- El no va a morir. Ha dicho de pronto la Juana, saliendo por un instante de su sopor, mirando al sargento, con estos ojos de brillo, mientras las extrañas paletas del helicóptero giraban y giraban sobre sus cabezas, y el paisaje se dilataba por debajo eternamente blanco.
Habla, pensó un tanto sorprendido el sargento, y aprovechó para acomodar su gorra, después de rascarse la cabeza, inclinando para adelante un poco la visera para proteger sus ojos del sol que empezaba a asomar entre las nubes y se reflejaba despiadadamente en la nieve.
Y no murió Nahuel. Sobrevivió tozudo a la nevada, afirmado en su raza, en sus recuerdos, conversándole al viento y a sus Dioses.
Un par de años después, enfermo y viejo, lo convencieron para que viva con su mujer en el asilo. No fue por mucho tiempo. Un día Juana se escapó. El la siguió. Dicen que con luna se abrazaron de nuevo allá en la cueva.
Dicen que fue el frio. Quizá Juana sepa que no. Que ese paso fugaz por la “civilización” tan ajena, le apocó las defensas, le bajo la guardia.
Se murió de neumonía, dijeron los médicos.
Ella sólo ha de saber que se murió en sus brazos. Entre los brazos del cerro también, y andará por allí, entre las estrellas, junto a sus antepasados esperándola.
Un año después, nuevamente en el asilo, Juana se va. Ahora sus pasos, tambaleantemente firmes, van dejando su huella sobre la nieve del invierno. Van temblando, pero no de frío, llenos de una búsqueda que ya no puede guardar más adentro suyo. Se alejan, se escapan de una civilización que no los contienen. Van hacia él mojados de nieve. Caminan hacia la esperanza, de encontrarse.. Rumbean para la cueva que fue su casa, que fue también la casa de los antiguos. Quien dice, quizá encuentre allá el rastro de Nahuel, el que deja cuando sale por las noches a bolear choiques, esparciendo el plumerío que puebla la mirada de la Juana. No la busquen más. No al menos para abajo, con los ojos clavados en sus huellas. Miren en cambio para arriba, puede que allí esté, trepada a ese cielo que no pudieron quitarle.
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